jueves, 9 de julio de 2009

INDUCCIÓN ESTUDIANTES NUEVOS 2009-2

UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Facultad de Medicina - Asuntos estudiantiles
Área de Comunicación
Jornadas de inducción para los estudiantes que ingresan - Segundo semestre de 2009

Taller: Prácticas de salud en la familia

Lectura de un fragmento de la novela El desbarrancadero (Bogotá: Alfaguara, 2001, pp. 14-9) del escritor antioqueño-mexicano Fernando Vallejo.

[…]
— ¿Ciento quince años bebiendo aguardiente? No hay hígado que resista.
— ¡Claro que lo hay! El hígado es un órgano muy noble que se renueva.
Tres meses después yacía en su cama muerto, justamente porque el hígado no se le renovó. ¡Qué se va a renovar! Aquí los únicos que se renuevan son estos hijos de puta en la presidencia. Pobre papi, a quien quise tanto. Ochenta y dos años vivió, bien re­zados. Lo cual es mucho si se mira desde un lado, pe­ro si se mira desde el otro muy poquito. Ochenta y dos años no alcanzan ni para aprenderse uno una en­ciclopedia.
— ¿O no, Darío? Tenemos que aguantar a ver si acabamos de remontar la cuesta de este siglo que tan difícil se está poniendo. Pasado el 2000 todo va a ser más fácil: tomaremos rumbo a la eternidad de bajada. Hay que creer en algo, aunque sea en la fuerza de la gravedad. Sin fe no se puede vivir.
Entonces, mientras yo lo veía armar un ciga­rrillo de marihuana, me contó cómo se había preci­pitado el desastre: a los pocos días de estarse tomando un remedio que yo le había mandado de México em­pezó a subir de peso y a llenársele la cara como por milagro. ¡Qué milagro ni qué milagro! Era que había dejado de orinar y criaba acumulando líquidos: des­pués de la cara se le hincharon los pies y a partir de ese momento la cosa definitivamente se jodió porque ya no pudo ni caminar para subir a ese apartamento suyo de Bogotá situado en el pico de una falda coro­nando una montaña, tan, tan, tan, tan alto que las nubes del cielo se confundían con sus nubes de ma­rihuana. De inmediato comprendí qué había pasado. La fluoximesterona, la porquería que le mandé, era un andrógeno anabólico que se estaba experimentan­do en el sida dizque para revertir la extenuación de los enfermos y aumentarles la masa muscular. En vez de eso a Darío lo que le provocó fue una hipertrofia de la próstata que le obstruyó los conductos urina­rios. Por eso la acumulación de líquidos y el milagro de la rozagancia de la cara.
—Hombre Darío, la próstata es un órgano estúpido. Por ahí empiezan casi todos los cánceres de los hombres, y como no sea para la reproducción no sirve para nada. Hay que sacarla. Y mientras más pron­to mejor, no bien nazca el niño y antes de que ma­dure y se reproduzca el hijueputica. Y de paso se le sacan el apéndice y las amígdalas. Así, sin tanto es­torbo, podrá correr más ligero el angelito y no ten­drá ocasión de hacer el mal.
Y acto seguido, en tanto él acababa de armar el cigarrillo de marihuana y se lo empezaba a fumar con la naturalidad de la beata que comulga todos los días, le fui explicando el plan mío que constaba de los siguientes cinco puntos geniales: Uno, pararle la diarrea con un remedio para la diarrea de las vacas, la sulfaguanidina, que nunca se había usado en hu­manos pero que a mí se me ocurrió dado que no es tanta la diferencia entre la humanidad y los bovinos como no sea que las mujeres producen con dos tetas menos leche que las vacas con cinco o seis. Dos, sa­carle la próstata. Tres, volverle a dar la fluoximesterona. Cuatro, publicar en El Colombiano, el perió­dico de Medellín, el consabido anuncio de "Gracias Espíritu Santo por los favores recibidos". Y quinto, irnos de rumba a la Côte d' Azur.
— ¿Qué te parece?
Que le parecía bien. Y mientras me lo decía se atragantaba con el humo de la maldita yerba, que es bendita.
—Esa marihuana es bendita, ¿o no, Darío?
¡Claro que lo era, por ella estaba vivo! El sida le quitaba el apetito, pero la marihuana se lo volvía a dar.
—Fumá más, hombre.
Palabras necias las mías. No había que decír­selo. Mi hermano era marihuano convencido desde hacía cuando menos treinta años, desde que yo le pre­senté a la inefable. Con esta inconstancia mía para todo, esta volubilidad que me caracteriza, yo la dejé poco después. El no: se la sumó al aguardiente. Y le hacían cortocircuito. El desquiciamiento que le pro­vocaba a mi hermano la conjunción de los dos demo­nios lo ponía a hacer chambonada y media: rompía vidrios, chocaba cairos, quebraba televisores. A tran­cazos se agarraba con la policía y un día, en un juzga­do, frente a un juez, tiró por el balcón al juez. A la cárcel Modelo fue a dar, una temporadita. Cómo sa­lió vivo de allí, de esa cárcel que es modelo pero del matadero, no lo sé. De eso no hablaba, se le olvidaba. Todo lo que tenía que ver con sus horrores se le olvi­daba. Que era problema de familia, decía, que a no­sotros dizque se nos cruzaban los cables.
—Se le cruzarán a usted, hermano. ¡A mí no, toco madera! Tan tan.
Andaba por la selva del Amazonas en plena zona guerrillera con una mochilita al hombro llena de aguardiente y marihuana y sin cédula, ¿se imagina usted? Nadie que exista, en Colombia, anda sin cé­dula. En Colombia hasta los muertos tienen cédula, y votan. Dejar uno allá la cédula en la casa es como dejar el pipí, ¡quién con dos centigramos de cerebro la deja!
— ¿Por qué carajos, Darío, no andas con la cédula, qué te cuesta?
—No tengo, me la robaron.
— ¡Estúpido!
Dejarse robar uno la cédula en Colombia es peor que matar a la madre.
— ¿Y si con tu cédula matan a un cristiano qué?
Que qué va, que qué iba, que no iban a matar a nadie, que dejara ese fatalismo. ¡Fatalismo! Esa pala­bra, ya en desuso, la aprendimos de la abuela. Viene del latín, de "fatum", destino, que siempre es para peor. ¡Raquelita, madre abuela, qué bueno que ya no estás para que no veas el derrumbe de tu nieto!
Por la selva del Amazonas andaba pues sin cédula. ¿Cómo pasaba los retenes del ejército sin cé­dula para irse a fumar marihuana en el corazón de la jungla? Vaya Dios a saber, de eso tampoco hablaba. De nada hablaba. Vidrio que él quebró, casa que él destrozó, ajena o propia, vidrio y casa que se le bo­rraban de la cabeza ipso facto. Los horrores que me hizo a mí no tienen cuento. Cuando el eminentísimo doctor Barraquer me transplantó una córnea, Darío de un guitarrazo en la cabeza me desprendió la retina. ¡Cuántas guitarras en su vida no quebró! Canción tocada guitarra quebrada. El amasiato de la mari­huana y el aguardiente le desencadenaba a Darío una verdadera furia de destrucción. ¿Cómo lo aguanta­ban los amigos? No sé. ¿Cómo lo aguantaba la fami­lia? No sé. ¿Cómo lo aguantaba yo? No sé. No sé có­mo lo aguanté cincuenta años. ¡Y los vecinos, por Dios, los vecinos! Dejaba el grifo del agua abierto, ce­rraba con triple llave su apartamento para que no se lo fueran a robar, y se iba quince días a la Amazonia a meditar. Les inundaba a todos los apartamentos: al vecino de abajo, al de más abajo, al de la planta baja, chorriando el agua, bajando en chorritos cristalinos por la escalera, de escalón en escalón y diciendo din dan. Din dan, din dan... ¿Y no le inundaban a él su apartamento? Sí, se lo inundaba el cielo cuando llo­vía, por las goteras del techo, que era el del edificio y estaba vuelto una coladera.
—Darío, manda a coger esas goteras.
— ¡No las agarra nadie! —decía. Que dizque el que subiera a agarrar las goteras le rompía las tejas.
—La teja de ni cabeza, irresponsable, cabrón, que la tenés corrida.
El techo del apartamento de Darío, capitel de su edificio, corona etérea de Bogotá junto a las nubes del cerro de Monserrate desde donde Cristo Rey pre­side, era una coladera. Una solemne, una irredenta co­ladera que tras la lluvia le cagaban las palomas.
¡Y esa puerta, por Dios, esa puerta con triple llave! Le daba el sol de la tarde y aunque era metálica la -hinchaba y no había forma de abrirla. Esperaba él en­tonces afuera una hora, dos horas, tres horas a que se enfriara y se deshinchara. O bien iba hasta la tienda de dos cuadras abajo (con los vecinos no podía contar porque ni le hablaban) a que le prestaran un balde con agua. Subía de regreso las dos cuadras, los cinco pisos con el balde, y a baldazos de agua le enfriaba a la puer­ta su hinchazón. Entonces ya se podía abrir. ¿Abrir? ¿Con qué llave? ¡Se le perdieron las llaves en la bajada!
Y si a veces no podía entrar por el recalenta­miento de la puerta y se quedaba afuera, por el mis­mo recalentamiento de la misma puerta a veces no podía salir y se quedaba adentro. Entonces se le per­dían las llaves adentro y entraba en un estado de de­sesperación.
— ¡Dónde están las putas llaves! —gritaba desesperado—. Se las llevó ese atracadorcito que dur­mió aquí con vos anoche.
—No fue conmigo, fue con vos y ahí están —replicaba yo y le señalaba el llavero sobre un arru­me de papeles y basura.
— ¡Ah! —exclamaba el desquiciado con reso­plido de alivio.
Cuando yo venía a Bogotá a visitarlo, a cons­tatar con mis propios ojos su recuperación y sus pro­gresos, prefería irme a dormir bajo un puente o en una alcantarilla.
De sus hazañas, sus estropicios, al final de su vida sólo me llegaban los ecos. Que tu hermano hizo […]

Instructivo:
Presentación del Área y del taller.
Lectura en voz baja por parte de los estudiantes
Lectura en voz alta por parte del profesor
Anàlisis del texto (pleno).
Taller en binas. Pràcticas mèdicas familiares.
Socializaciòn